Aún en el BCN Film Fest, Steven Bernstein nos trae Last call, una revisión de los últimos días del poeta y escritor Dylan Thomas, en los que vemos la relación que tenía con su público, con la gente con la que se relacionó, y sobre todo con su adicción al alcohol. Este es el segundo largometraje de Bernstein como realizador tras muchas intervenciones como responsable de la fotografía, y lo que más destaca de la luz de esta obra es los cambios del color al blanco y negro: el color es vital y parte de un mundo recordado como ideal, mientras que el blanco y negro es el tinte de un presente entumecido en humo de tabaco y alcohol. Incluso hay un par de momentos en los que esos dos mundos coinciden y, como ocurría en aquella La ley de la calle de Coppola, el color irrumpe en los grises. Todo esto es para radiografiar y dar forma a esa mente emborronada del poeta que no hace más que sufrirlo todo de forma sideral, con el licor como único alivio. Así ya hemos visto muchas películas, el problema es el porqué esta no dice nada nuevo y, lo peor: no gusta.
Hay un momento en Last call en el que el propio Dylan recita su poema “No entres dócilmente en esa buena noche, que al final del día debería la vejez arder y delirar; enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz…” y yo recordaba a Michael Caine haciendo lo propio en Intestellar (2014) como arenga para aquellos que van a otra galaxia con el fin de salvar la raza humana. Aquí, en cambio, me preguntaba para qué servía escuchar ese hermoso poema tras haber escuchado tantos otros durante la proyección y, lo peo de todo, de qué servía ver a su autor bebiéndose hasta los charcos sin más sentido que el de… no sé, seguir aupando aquella imagen bohemia y casi naif del típico escritor maldito de la primera mitad del siglo XX. La idea de quién fue Dylan Thomas queda clara desde su primera secuencia en el bar (muy evocativa por cierto a aquellos Días sin huella de 1945 en los que Ray Milland también coleccionaba vasos), junto a la relación que guarda con todas sus enamoradizas fans de su conferencia. Pero a partir de aquí, no parece decir mucho más. A diferencia del Mank del David Fincher de este año, donde los excesos de Herman Mankiewicz “vomitaban” fuerzas creativas paralelas a la autodestrucción (y me permito el lujo de usar este término tras haber estado en el lavabo del Dylan Thomas de Last call) para así poder llevarnos a algo concreto. Bernstein en cambio, de la mano del poeta, quiere decir mucho, demasiado, y le encasqueta tremendos monólogos al médico de Dylan (John Malkovich) y a su camarero (Rodrigo Santoro). Y esto, junto al abuso casi teatral del bar, con esa excusa un tanto absurda de bautizar a los 18 pelotazos que se toma (digo absurda porque creo que el propio Dylan diría “¿¿sólo 18??”), nos hace interesar más por el personaje y menos por esta obra y su director.