Zhang Yimou es uno de los mejores realizadores del cine chino del cual se podría destacar el ser muy prolífico y notablemente variopinto en su filmografía, destacando sobre todo en una gran versatilidad entre géneros y estilos. Al igual que otros autores como Ang Lee, a veces es difícil no sorprenderse al descubrir títulos de lo más dispares y diferentes entre ellos. Se presentó con su fábula Sorgo rojo (1988), más adelante siguió con El camino a casa (1999) y destacó con La linterna roja (1991), pero ya luego en los 2000, nos sorprendió con aquellos locos “circques du soleils” de cuchillos y sables por los aires de Hero (2002) o La casa de las dagas voladoras (2004). Ahora Yimou apuesta por contar una aventura intimista para meter al propio cine como protagonista.
Estamos en la Revolución Cultural china de los años 60 y, como quien hoy en día buscaría a alguien querido en Internet, nuestro protagonista, Yi Zhang, busca a la hija con la que perdió contacto al entrar en prisión. Y como si de Internet se tratara, lo hará a través del único medio en el que ella sigue ha dejado su huella, su imagen: en el cine. De ahí que Yi Zhang intentará hacerse con las latas de celuloide en las que su hija aparece a través del documental estatal previo al pase de la película que toque ver en sala, no sin encontrarse antes con muchos impedimentos, como son una joven ladrona, la restauración de una película del régimen, la policía, y persecuciones varias. Con toso esto, el realizador Zhan Yimou parece querer hacer un homenaje al cine, las salas, la fisicidad de las películas en lata y el propio celuloide como hicieron en su día Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso (1988) o Quentin Tarantino en Malditos Bastardos (2009), así de plano y directo, no hay mucho más.
Lo mejor de Un segundo es a la vez lo peor, que una vez vista esta intención, lo demás redunda sobre lo mismo: la importancia del cine, las películas, su proyección y su dimensión social en un momento dado de la historia. Hay momentos potentes, como el del pueblo trabajando para limpiar una película, y lo hará físicamente, limpiando la cinta, el celuloide el fetiche de lo que es la necesidad de ir a la sala a ver cine. Esto se remata (o redunda, tal vez) con la secuencia en la que ―como la Shosanna de Malditos Bastardos― el pueblo ve la proyección detrás de la pantalla y, claro, evidentemente verá toda la película zurda pero eso es lo de menos, lo importante es asistir a la fiesta de la proyección en el cine del pueblo, la ceremonia en definitiva. Todo ello lo trata Yimou para manifestar y reivindicar la dimensión de legado y huella que tiene el cine y, sobre todo, el celuloide, principal protagonista de esta historia. Lo que será de aquí a muchos años medios como el Facebook, Twitter o Tiktok de hoy en día.
Puede que Yimou abuse de todas estas metáforas para querer materializar los recuerdos y ese querer plasmarlos en materia y en imágenes, y acaba dejando una pequeña fotografía en un inmenso desierto como idea de la imposibilidad de recuperarlos. Ahí, en ese final, es donde tal vez Yimou cojea un poco por inocente y un tanto incongruente.