Puede que el cine francés haya sido desde siempre el más cuidado de Europa, en tanto que tiene la mayor cuota de películas propias para poder competir con la industria norteamericana. De ahí que siempre nos hayan llegado del país vecino éxitos asegurados, pero también, bombazos de taquilla que en realidad no dejaban de ser productos artesanos más mediocres, por no decir bluffs de campeonato. Un ejemplo de esta segunda dinámica es el despropósito de Dios mío, ¿pero qué hemos hecho… ahora? Con semejante título, el film promete cumplir con su función de secuela innovadora, pero, en realidad, el espectador se queda con ganas de hacer la pregunta del título al realizador por lo poco que ofrece en su conjunto.
Es sabido que la secuela es una empresa difícil, ya que la mayoría de las veces las mejores ideas o el factor que hace original a una obra se vuelca en la primera entrega, pero este caso es de escándalo. Si en la primera cinta del director, Phillipe de Chauveron, se partía de una comedia de situación en la que la expresión “Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho?” que rezaba el título era la ruptura del orden y los principios de un tradicional y conservador padre de familia francés, en el momento en que sus hijas se casaban con extranjeros no muy bienvenidos por él, aquí el “Dios mío…” no sabemos ni de dónde viene ni a dónde va. Si ponemos como ejemplo la variante ibérica, donde se explota una situación como la de Ocho apellidos vascos mediante una fórmula similar, dando la secuela de Ocho apellidos catalanes, el resultado funciona ya que, al menos, parte de un nuevo conflicto a resolver, con algún que otro personaje nuevo. Pero (insisto) Dios mío… ¿dónde está aquí el conflicto? ¿Y el tema a seguir y con el que sonreír mínimamente? Descaradamente ausente. Abusando de la actual buena salud de la comedia francesa, se estira el chicle de un producto que funcionó, pero al que no se ha tratado con una mínima atención necesaria para repetir su éxito. Los mismos personajes que en la primera entrega se movían sobre el tablero de una comedia de situación mínimamente digna van y vienen, pero ahora, sin saber ni ellos mismos qué les mueve realmente. Tan solo Christian Clavier parece estar cómodo, al ser su personaje el prototipo de aquellos que antaño zarandeó un Louis de Funes o incluso un Paco Martínez Soria, pero acaba sin poder tirar adelante él solo con semejante desastre. Lo dicho: Dios mío… ¿por qué hacerle esto a la comédie française, señor Chauveron?
Rafa Catalán